jueves, 17 de diciembre de 2020

La otra pandemia.

Han pasado más de nueve meses desde que tuvimos que encerrarnos y nuestras vidas se pusieron patas arriba. Quizá los nueve meses más largos de nuestras vidas. Hoy hemos sabido que los países de la UE comenzarán con la campaña de vacunación los días 27, 28 y 29 de diciembre. Pocos regalos de Navidad podemos tener mejores que empezar a ver, por fin, la luz al final del túnel. Ha sido (está siendo) extremadamente duro. Más para unos que para otros, claro. Miles de personas no han sobrevivido para poder verlo y muchas más han perdido a familiares y amigos por el camino antes de tiempo. Pero incluso para muchísima gente que no ha sufrido esto, entre los que afortunadamente me encuentro, van a quedar otras secuelas a las que nadie o casi nadie está prestando la atención que merece. Estoy hablando de la salud mental.

En España la atención sanitaria para la salud mental es, en el mejor de los casos, deficiente. Quizá no llegue a ser tan nula como la salud bucodental, pero cerca le anda. La atención psiquiátrica se presta poco y mal, y la psicológica ni está ni se la espera. Esto, en condiciones normales, ya es un problema grave, pero en las condiciones actuales es un auténtico drama.

Porque esta pandemia va a dejar entre sus terribles efectos secundarios una muy preocupante ola de problemas de depresión y ansiedad. ¿Hay algún plan para atender esto? ¿Está entre las prioridades del Ministerio o las Consejerías de Sanidad de las CCAA? ¿Algunos de los políticos, periodistas o divulgadores científicos que nos regañan a diario por querer ver a nuestros seres queridos en Navidad, como si fuera un simple capricho, han pensado siquiera un minuto en esto? ¿Alguien está teniendo en cuenta las necesidades de las personas, muchas de ellas ancianos pero no sólo, que viven solas? ¿Nadie ha pensado cómo el bombardeo diario en telediarios, radios y prensa escrita de noticias apocalípticas, a menudo injustificadas o magnificadas, han golpeado la cada vez más la frágil salud mental de los ciudadanos? ¿Alguno de estos gurús epidemiológicos que han brotado como las setas y han inundado platós y RRSS se ha parado a pensar cómo afecta a la salud mental de los ancianos vivir con una espada de Damocles sobre sus cabezas desde marzo? Son todo preguntas retóricas. La respuesta es no. No sólo no lo han hecho, sino que han despreciado y se han burlado de todos los que han querido poner este asunto encima de la mesa.

La depresión es una enfermedad paralizante. Cualquier actividad, por nimia que sea, te resulta muchísimo más trabajosa. Impide pensar con una mínima clarividencia. La depresión es la tenia del estado de ánimo, de la autoestima y de la fuerza de voluntad. Se calcula que alrededor del 15% de la población la sufre o la ha sufrido, y eso en condiciones prepandemia. Y dejarla atrás es un trabajo hercúleo, algunos lo consiguen y otros no. Entre los múltiples y variados motivos que pueden provocar una depresión están la soledad, el aislamiento, el miedo, la culpa... Estamos, por tanto, en medio de una tormenta perfecta. Ningún plan sanitario para afrontar la pandemia de coronavirus está completo sin recursos para combatir la depresión y la ansiedad.

De la soledad y el aislamiento hay poco que se pueda decir, más allá de que se ha cebado muy especialmente con las personas mayores (aunque no solo). Es obvio que ha sido uno de los efectos no deseados de esta pandemia y por qué lo ha sido. Me interesa más hablar del miedo y la culpa, porque aquí ha habido instigadores cuyo calificativo será mejor que me ahorre. Seguramente si preguntáramos al azar cuál ha sido la causa de la propagación del virus y dónde se han producido los principales brotes, la mayoría dirá que en reuniones familiares, botellones, fiestas, terrazas, lugares de ocio... todo ello por la terrible irresponsabilidad de la gente (siempre la de los demás, nunca la propia). Algunos quizá señalaran las residencias porque eso ha sido tan gordo que ha sido imposible de esconder bajo la alfombra, pero muy pocos hablarán de los centros de trabajo, los mataderos, las condiciones de los temporeros del campo, los medios de transporte... La propaganda ahí lo ha hecho muy bien. La culpa es tuya, que fuiste a ver a tu abuela, o tuya, que te tomaste unas cervezas con tus amigos, o tuya que te diste un paseo y se te olvidó la mascarilla. Te has contagiado por tu culpa y además has contagiado y matado a otras personas. Miedo y culpa.

Y en estas llega la Navidad y aparecen los salvamundos. Los inmaculados. Los curas laicos pontificando sobre lo que hay que hacer, y despreciando a quien, tras meses sufriendo, quiere ver a a su madre en Navidad, o a su abuela, o a sus nietos. Es un capricho, egoísmo, asesinos en potencia. Y mira, no, ya está bien. Es, simple y llanamente, pura salud mental. Son abuelos que llevan meses muertos de miedo sin poder ver a sus nietos y que no saben si estarán la próxima Navidad para hacerlo. Son niños que han vivido un año espantoso, que muy posiblemente les dejará secuelas, y que merecen y necesitan sentir algo de alegría. Es gente que quiere compartir con  los suyos el final de un año horrible, y llorar o reír juntos. O lo que sea, pero juntos. Dejen de hacerles sentir culpables. Dejen de tratarles como a niños. Hemos sido una sociedad muchísimo más responsable de lo que nos han querido vender. La inmensa mayoría hemos cumplido y vamos a seguir cumpliendo las normas impuestas, las necesarias y las que no lo eran tanto (como el absurdo cierre de los parques infantiles). Juntarse estas fechas, tomando las precauciones necesarias, para la mayoría no es un capricho, es salud mental. Así que tened un mínimo de empatía, y guardaos vuestra moralina y falsa superioridad moral para otra ocasión.





viernes, 29 de mayo de 2020

Becas, paguitas y mamandurrias.


Juan y Luis estudian en la universidad. La misma carrera, la misma facultad, el mismo curso. Hasta ahí llegan sus similitudes. Juan pertenece a una familia sin problemas económicos. No son ricos, no hace falta irse al cliché, pero no padecen grandes problemas para llegar a fin de mes. Sus padres poseen un trabajo estable y medianamente bien pagado que, afortunadamente, les permite poder ofrecer a sus hijos una buena educación. Juan solo ha de ocuparse, por tanto, de estudiar. Es un alumno normal, no malo, pero tampoco brillante, del montón. Este curso ha aprobado todas las asignaturas, aunque la mayoría de ellas con cincos raspados. Juan podrá seguir estudiando el curso que viene sin problema.

El caso de Luis es diferente. Luis pertenece a una familia con problemas económicos. Los padres de Luis encadenan trabajos precarios e inestables, con períodos de paro, que rara vez les permite llegar a fin de mes sin dificultad. Para ayudar en casa y para poder costearse sus propios gastos, Luis trabaja por las tardes como repartidor en una de estas startups españolas tan modernas y molonas (y tan laxas en lo que a derechos y leyes laborales se refiere) de reparto de comida a domicilio. Ese trabajo lo combina con sus estudios. Luis puede estudiar en la Universidad gracias a una beca. Este curso ha aprobado todas las asignaturas, aunque la mayoría de ellas con cincos raspados. Luis no podrá seguir estudiando en la Universidad el año que viene, porque ha perdido la beca, que le exigía una media de seis y medio.

Y hete aquí que el Gobierno decide cambiar los criterios para recibir dicha beca y anteponer los motivos económicos a los académicos. Porque una beca para poder estudiar no es un premio del Estado por sacar buenas notas, y que así tengas dinero para irte de Interraíl en verano. Es un instrumento para conseguir cierta, solo cierta, justicia social. Es un mecanismo para tratar de paliar, en lo posible, las malas cartas económicas que te han tocado al nacer. Luis tiene exactamente el mismo derecho que Juan a poder seguir estudiando. A mí me parece esto una cosa bastante obvia, pero vistas algunas (demasiadas) reacciones parece ser que no es así.

Porque resulta que Luis es un vago. No se esfuerza lo suficiente. Estudia con la ley del mínimo esfuerzo. ¿Por qué iba el Estado a gastar dinero en alguien así? Luis no merece seguir estudiando. Juan sí. Han sacado exactamente la misma nota, pero para uno de ellos el camino universitario termina aquí. Juan acabará la carrera, después estudiará un máster y conseguirá un buen trabajo. Luis no. A Juan le gusta creer que él merece todo lo que tiene (es muy posible que de verdad lo merezca, no es de eso de lo que estamos hablando aquí), que nadie le ha regalado nada y que todo lo que posee se debe a su esfuerzo personal. Luis, por su parte, encadenará trabajos inestables, mal remunerados y tendrá que soportar a mucha gente diciendo que se lo merece, que no se ha esforzado.

Existe una muy extendida corriente social, ligada al neoliberalismo, que criminaliza al pobre. Cualquier medida política que se anuncia encaminada a paliar la pobreza, ya sea el ingreso mínimo vital, el cambio de criterios para las becas o el aumento del salario mínimo supone, a ojos de liberales y "meritocráticos", un gasto inasumible por el Estado, una paguita para vagos que se gastarán en vino o en televisiones de plasma, una mamandurria, como diría la musa de esta gente. A esto últimamente se le llama aporofobia pero es lo que toda la vida hemos conocido como clasismo. Y es, en mi humilde opinión, una lacra social tan grande como el machismo o el racismo, pero con mucha menos atención mediática. En esta época de libros de autoayuda, en la que se ha nos intentado convencer de que podemos tener aquello que nos propongamos si nos esforzamos lo suficiente, lo que ha calado como un mantra es que si no lo consigues es porque, efectivamente, no te has esforzado suficiente. Si eres pobre es por tu culpa.

Mi ideología política es bastante sencilla. No tengo unas ideas complejas. Culpa mía. Apenas he leído a Marx, o a Gramsci, o a Adam Smith o a cualquier otro filósofo político o economista que se os ocurra, lo cual es un déficit personal grave. La única ventaja de esto es que puedo resumir esas ideas en pocas líneas. El Estado debe encargarse (aparte de la seguridad de sus ciudadanos) en reducir la brecha entre ricos y pobres, en garantizar, con todos los medios de los que disponga, la igualdad de oportunidades. Eso incluye, por supuesto, una sanidad y educación universal, pública, gratuita y de calidad. Y eso incluye también  becas universitarias para aquellos alumnos que no pueden costear las matrículas. No hay meritocracia que valga si para llegar a un punto unos pocos tienen que recorrer dos kilómetros y otros muchos han de recorrer cuarenta. El mundo no ha cambiado de base, ni tiene pinta de que vaya a hacerlo. Intentemos, al menos, que los parias sean cada vez menos, y cada vez menos parias.

Alfonso @Springsteen_81

viernes, 15 de mayo de 2020

¿Viva España?

Esta mañana, al salir del supermercado, ha pasado un coche cuyo conductor iba agitando una gran bandera rojigualda y a su paso ha gritado un sonoro “¡VIVA ESPAÑA!”, de ese modo tan característico alargando mucho la ese como para dar énfasis a su amor por la patria. Lo primero que me ha provocado es un escalofrío, lo segundo cierta vergüenza ajena, y lo tercero, por qué no admitirlo, un poco de miedo.

Desconozco si esta anomalía ocurre también en otros países, aunque sospecho que sí, puesto que, a priori, que alguien exprese su amor por algo, en este caso su tierra, no debería incomodar a nadie. Sucede que ese “VIVA ESPAÑA”, que gritan con mucha fuerza para que todos lo oigamos muy bien, no es un grito de amor, ni de admiración, ni de respeto, sino de odio. Como si te lo escupieran en la cara. Una manera de decirte que tengas cuidado. Una amenaza, a veces velada y a veces explícita, que provoca, entre otras cosas, la desafección de mucha gente, yo incluido, por esos símbolos.

No tengo ni el más mínimo complejo de ser español. Para empezar porque la nacionalidad es un mero accidente, no se elige. No hay, por tanto, ningún mérito ni ningún demérito en ser español, francés o eslovaco. Detesto ese lugar común, muy extendido entre la izquierda, de que aquí seamos peores que en otros sitios. La frase "esto solo ocurre en España" siempre es mentira, sin importar cómo continúe. He participado de la alegría colectiva de los éxitos de deportistas españoles, más por cercanía que por orgullo patrio. Hay cosas que me gustan mucho de este país (ser referencia en donación de órganos, de los primeros países en aprobar el matrimonio igualitario, de nuestra sanidad y educación universal, de nuestra cultura...) y otras que no me gustan tanto. Por lo tanto, y antes de que nadie me acuse de ello, no soy antiespañol. Para mí eso resultaría tan absurdo como ser antialtos o antirrubios. Lo que pasa es que España no son esos de banderita, chaleco y gomina, eso quisieran ellos, pero afortunadamente no es así. Solo son una parte, una de las que no me gustan.

Pero analicemos un poco qué hay detrás de ese “VIVA ESPAÑA”. ¿A qué se refieren? ¿Qué es lo que tanto les llena de orgullo de España? Veamos. ¿La cultura? Parece bastante evidente que a una parte muy importante de ella no. Detestan con toda su alma el cine español, por ejemplo. Pero no es solo el cine. A menudo simpatizan abierta o disimuladamente con quienes asesinaron a Lorca u obligaron al exilio a Machado, Alberti, Picasso, Buñuel o encerraron hasta su muerte a Miguel Hernández. Tampoco creo que les agraden referentes de la danza como Antonio Gades. Descartamos pues, que gran parte de nuestra cultura alimente ese orgullo español. ¿Se referirán entonces a sus compatriotas? Resulta obvio que no, esto no hay casi ni que explicarlo. Solo quieren a SUS españoles, que son bastante menos que la mitad. ¿Se referirán a nuestro sistema democrático? Tampoco es probable, puesto que siempre se sienten ultrajados y robados cuando no gobiernan los suyos. ¿A los idiomas de España? Me extrañaría, viendo cómo desprecian a tres de ellos ¿A los lazos con Hispanoamérica? No creo, si nos fijamos en cómo tratan a nuestros hermanos hispanoamericanos que vienen aquí a ganarse honradamente la vida. ¿Pero entonces qué coño es “España” en ese “VIVA ESPAÑA”? España son ellos y punto. No trates de entenderlo. Por suerte, se equivocan.

@Springsteen_81

jueves, 16 de abril de 2020

El Gobierno, la oposición y la gestión del Coronavirus.

A lo largo de toda esta crisis del coronavirus que empezó hace poco más de un mes (aunque parezca que llevemos años encerrados) los ataques al Gobierno por parte de la oposición, el nacionalismo catalán, la derecha mediática y el ejército de afines (bots o no) en RRSS están siendo absolutamente desproporcionados. Se acusa al Gobierno poco menos que de un genocidio organizado (no exagero, Macarena Olona, de Vox, ha dicho que el gobierno ya tiene la ley de eutanasia que quería, refiriéndose a las residencias de ancianos), de asesinar conscientemente a españoles por no se sabe qué oscuros motivos, y no tiene ninguna pinta de que la cosa vaya a bajar el tono, más bien al contrario.

Uno de los principales daños colaterales de todo este fango es que la crítica razonable y razonada a la gestión del Gobierno (que pretenda ser constructiva y que haga la función, imprescindible en cualquier democracia, de control al gobierno) queda completamente sepultada entre todo este inmundo fango. Trato de pensar en alguien que esté ejerciendo esta función, y sólo, y tímidamente, pienso en Ciudadanos, que parece haberse dado cuenta de con qué socios está gobernando ayuntamientos y comunidades autónomas tarde y mal.

El Gobierno ha cometido muchos errores durante esta crisis. Algunos de esos errores los sabemos, otros los intuimos y otros los sabremos más adelante. Ha habido problemas de coordinación, de comunicación, de falta de recursos materiales, de pedidos que nunca llegaron o llegaron mal... Todos estos errores son igualmente achacables a las comunidades autónomas que tenían las competencias de sanidad y de las residencias de ancianos. Y no parece que sea, además, un problema exclusivamente español, pues han llegado noticias de casos parecidos de Alemania, Italia, Francia, Reino Unido, EE.UU... Esto nos ha cogido a contrapié a todos. Habrá tiempo de volver sobre todos esos errores, analizarlos y exigir las responsabilidades correspondientes, pero ahora mismo el barco hace aguas y la prioridad es llevarlo a puerto.

Hay una acusación, quizá la más repetida, en la que sí conviene detenerse. El 8M: ¿Sabía el Gobierno lo que se venía encima y aún así mantuvo la manifestación del 8M por motivos partidistas? Y aquí, en mi opinión, es donde entran en juego con mucha claridad nuestros sesgos personales. Si este gobierno te parece la encarnación de todos los males, les creerás capaces de eso y mucho más. Si, en cambio, sientes cierta afinidad por él, tenderás más a creer que el Gobierno nunca pondría en riesgo la salud de la población por un acto político. Ese día y los días anteriores, se celebraron numerosos actos multitudinarios: partidos de fútbol (incluido un Madrid-Barça, con toda la gente que mueve, y un Atalanta-Valencia, considerado una bomba biológica), el mitin de Vox en Vistalegre (donde después supimos que varios de sus asistentes estaban contagiados), la manifestación independentista de Perpiñán, más cines, teatros, conciertos, bares... Pero sólo en uno de esos actos el Gobierno tenía un interés particular, la manifestación del 8M, a la que asistió casi en pleno (aunque también hubo miembros de otros partidos) y por lo tanto, es normal que sea ese acto el centro de las sospechas. Para tratar de sortear en lo posible los sesgos antes mencionados, pongámonos en lo peor. Supongamos que el Gobierno estaba más interesado en autopromocionarse que en salvaguardar la salud (y la economía) de los españoles. ¿Cómo se conjuga eso con saber lo que venía y haber permitido la manifestación? ¿En qué les beneficiaba políticamente? No va a haber otro asunto en esta legislatura que el coronavirus y sus consecuencias sociales y económicas. Nadie va a votar o dejar de votar a un partido por su presencia o no el 8M. El legado de Sánchez y su gobierno será la gestión de la peor crisis sanitaria en Europa desde la IIGM. Queda, desgraciadamente, mucho tiempo para que podamos poner nota a esa gestión. Esto no ha hecho más que empezar.